viernes, 23 de agosto de 2013

El LIBRO (así, en mayúsculas)

Siempre he soñado con publicar "mi libro", ése que lleva escribiéndose, borrándose, reescribiéndose y editándose desde los dieciséis, como una mitología griega que se reproduce constantemente en algún universo paralelo de mi mente. No importa, me digo, todavía hay tiempo. Quizá si algún día rompo aguas y nace el fruto de mi mente me pille con el pelo totalmente gris, patas de gallo y gafas con cadenita dorada colgando de mi pecho, para que no se me pierdan. Entonces alguien me preguntará:
-¿No le parece extraño escribir a su edad una historia sobre un joven de dieciseis años?
-Qué va, yo nunca he crecido más allá de los dieciséis; en realidad, a pesar de mi edad, sigo en ellos -contestaré con una sonrisa de vieja picarona. 

viernes, 16 de agosto de 2013

El chico de la estación

No dejo de pensar en el guiri de la estación. Rubio, con gafas, cara de bondad personificada (se puede tener cara sin llegar a serlo) y no dejaba de mirarnos.
Quizá lo que me atraía de él era ponerme en su lugar: extranjero en tierra extraña, sin conocimiento del idioma, mochilón a la espalda, una decisión pendiente por tomar en los próximos minutos.
Coincidimos en las consignas de la estación y en la resignación al hallarlas completas, conscientes de golpe de que no podríamos deshacernos de nuestros equipajes. No había nada libre salvo las taquillas más pequeñas. Mientras yo me venía abajo imaginando una jornada interminable en la estación matando el tiempo con un libro y la maleta a los pies -cortada toda posibilidad de recorrer la ciudad con ella-, él se sentaba de cuclillas y se disponía a esperar pacientemente a que una de las consignas se quedara libre.
Cada uno tomaba su decisión crítica frente a los desafíos existentes.
Llevaba un monopatín adosado en uno de los compartimentos de su mochilón gigante, junto con un saco de dormir y otros bultos extraños en los que no pude fijarme sin parecer una descarada. Lo cierto es que nuestras miradas se encontraban una y otra vez, al fin y al cabo nos hallábamos en la misma situación: atados a nuestro maldito equipaje con una jornada incierta por delante. Yo envidiaba su voluntad y su perseverancia; solo, agachado, de cuclillas, como un paciente animal dispuesto a esperar lo que hiciera falta bajo el sofocante techado de plástico de la estación, preparado y alerta para aprovechar la oportunidad cuando se presentara ante él. Yo, en cambio, ya me había rendido de antemano, ya había renunciado a esperar mi turno, ya había elegido malgastar la interminable jornada encerrada voluntariamente en la estación, encadenada a mi maleta roja con ruedas.
Por todo eso llegué a admirarle, deseé sentarme a su lado, mirarle a los ojos y pedirle por favor que me contagiara con su optimismo existencial y su fuerza de voluntad.
Estar solo en el mundo y no arredrarse frente a las dificultades. Mantener la mirada limpia y curiosa. Esperar lo mejor de todos los resultados posibles.
Una de mis compañeras de viaje decidió preguntar en la ventanilla de información si no había más consignas en toda la ciudad, más como reclamación o protesta -dábamos por hecho de que no, por lo que nos había dicho anteriormente otro empleado- que esperando el milagro. Sin embargo el milagro sucedió, y la empleada de la ventanilla, pálida y con gafas, nos comunicó de la existencia de unas consignas internas donde poder dejar las maletas bajo supervisión por un módico precio.
El extranjero solitario no deja de mirarnos, al fin y al cabo somos como náufragos de un mismo barco hundido y esperamos juntos, en la misma isla, la posibilidad del rescate.
Observa cómo nos adentramos en una puerta que se cierra tras de mí, y cómo, al volver a salir, ya no cargamos con nuestras maletas. Instintivamente me acerco a él, él instintivamente se levanta y se acerca a mí. Le digo que el barco ha venido a rescatarnos, que estamos salvados. Él de pie ante mí suelta un chorro de palabras en otro idioma, no nos entendemos y sin embargo lo hacemos.
-Speak english?
-A little...
Aún así nos sonreímos, después de varios intentos frustrados de comunicación. Yo toco el timbre de la puerta misteriosa por él y espero a que se adentre y desaparezca de mi vida con la misma rapidez con la que ha aparecido.
Su monopatín y su saco de dormir me hacen fantasear con estupideces, pasar la tarde aprendiendo a rodar, comunicarnos por medio del lenguaje no verbal, dormir a la intemperie.
No quiero marcharme pero es justo lo que hago. Es lo que hago siempre, aunque por dentro no deje de girarme, darme la vuelta, esperarle tras la puerta, hacer lo que deseo en vez de dejar que las cosas sucedan sin mí. Y que salga bien.
En mi mente le pregunto “whats your name?” cuando hace tiempo que he dejado la estación. En mi mente me detengo, deshago mis pasos y vuelvo corriendo a la estación. No sé qué voy a decirle pero de algún modo sé que él lo entenderá.
Sin embargo cuando vuelvo él ya no está, no hay nadie bajo el techado de plástico, nadie esperando a que me arrepintiera, nadie que me conozca de anteriores vidas sabiendo que, con tiempo suficiente, volvería. En mi mente sólo me esperaba la desolación de un paisaje vacío y el trasiego de viajeros que vienen y van. La sensación de haber rozado algo mágico que se ha esfumado por no creer en ello con la fuerza suficiente.

Regresé a mi vida y nunca nos volvimos a encontrar. Le llamé “el Chico de la Estación” y desde entonces sueño con él cada vez que debo tomar una decisión que exige de mí algo más que cordura. Me imagino, como la canción: un animal agazapado y vigilante. Armándome de paciencia, sentándome en cuclillas, lista para reclamar mi oportunidad. 
Todavía le pido por favor que me contagie con su optimismo existencial y su fuerza de voluntad. Con su capacidad para estar solo en el mundo sin arredrarse ante las dificultades. Con su mirada limpia y curiosa y su capacidad de esperar lo mejor de todos los resultados posibles.
No sé si me escucha pero si lo hiciera... sólo quería decirte: “hola, ¿cómo te llamas?”