viernes, 3 de junio de 2011

Esa loca bajita

Desde siempre quise escribir. Cuando era una mocosa pronto quedó patente que la parte más desarrollada de mi naturaleza era la imaginación. Nunca me conformé con la vida a secas, era necesario amueblarla y adornarla para sentirla como propia, como verdadera, para que no se diluyera demasiado rápido.
Rellenaba diarios, escribía cuentos e historias; y en el cole, lo que atesoraba con mayor primor contra mi pecho eran las libretas de clase de redacción, donde cada semana escribíamos un cuento y lo rematábamos con un dibujo. Adoraba esas libretas (ojalá las conservara, pero tener una madre obsesionada con limpiar el trastero una vez al año me lo puso muy difícil), no solo las mías, también las de mis hermanas, y en especial, la libreta de redacción de 5º de EGB de mi hermana mayor, que pasé todo un verano releyendo con mi otra hermana, (sobre todo aquella historieta de la estación de esquí que tanto me gustaba recrear en la mente).

Sentía fascinación por la antiquísima máquina de escribir de mi padre, aunque al escribir se me escurrieran los dedos por entre las teclas (es una pena que la vendiera, hoy día valdría una pasta, hoy día, serviría para decorar un rincón del salón de la gente más super chic). Una se sentía vetusta y señorial delante de aquella máquina tan distinguida que olía a metal y a tinta, que pesaba tanto que era extraño que sólo sirviera para escribir. Escribir en ella te hacía sentir importante, y lo escrito en ella adoptaba inmediatamente una apariencia profesional con aquellas antiguas letras de imprenta (incluso aunque fuera un mini cuento de una gata callejera blanca que encuentra el amor de otro gato callejero y pasan el resto de su vida compartiendo felizmente las espinas de pescado que rebuscan en la basura). 
Tengo recuerdos de mí misma con unos ocho años, sola en el salón, en aquella mesa tan grande de color negro, frente a la gran máquina de escribir. Desempaquetándola con respeto reverencial, admirando la belleza de sus teclitas redondas que parecían flotar en el aire. Y ese sonido tan maravilloso al aporrearla torpemente... Entonces no sabía taquigrafía, mis dedos eran muy pequeños, sólo usaba el índice y el corazón para escribir, me fastidiaba que se me escurrieran por los huecos de las teclas y por eso iba muy despacio, concienzudamente.
Más tarde mi padre sustituyó la vieja máquina por una eléctrica, ligera como una pluma y fácil de transportar, con un asa para llevarla a modo de maletín. Sin embargo, a pesar de todas sus ventajas -especialmente reseñable que tuviera el salto de línea automático- escribir en ella perdió toda la magia primitiva, quizá porque yo era más mayor y menos impresionable, o tal vez porque carecía del encanto arcaico de la primera máquina, porque no olía a tinta, porque parecía tan vacía y funcional, sin las teclitas redondas flotando en el aire, sin ese fascinante espectáculo del bailoteo del metal llenando el papel. No sé. Porque al escribir en ella ya no te sentías especial, sino una oficinista cualquiera.

Cuando pasé de querer escribir por puro regocijo a querer ser escritora, la jodí. Perdí toda mi inocencia, toda capacidad para escribir sin pensar en las consecuencias, simplemente abriendo las compuertas y dejando volar la imaginación. Recuerdo tantas mamarrachadas, gilipolleces pre y post adolescentes, tan ruborizantes y ridículas, pero encantadoras por el mero hecho de ser libres y apoteósicas, escritas sin pensar en nada ni en nadie, sin rastro de esa sombra al acecho en la que luego se convirtió mi mente, cuando decidí ser escritora, cuando me convertí automáticamente en mi propia inquisidora a la que todo le parecía tan desprovisto de arte y perfección, tan cutre, tan infantil, tan chusco. Y así pasé años soportando los azotes de su vara verde. ¡Aprende a escribir!  ¡aprende las reglas! ¡no te salgas del esquema! ¡pobre inútil con sueños de grandeza!
Y ya no volví a escribir como antes, con esa inconsciencia ingenua, con ese placer absurdo, sin pedirle cuentas a nadie, sin releer jamás lo escrito, todo de corrido, todo a trompicones, soltándolo sin más. Pasé a escribir con la espada de Damocles apuntándome al cráneo, el ceño fruncido y los hombros tensos por todo el peso de una grandeza inexistente que he de soportar, que he de igualar, que estoy a años luz de alcanzar, que me empuja a asesinar el mínimo indicio de imperfección detectada en cada frase que sale de entre los dedos impulsadas por un cerebro repleto de ganas de hablar.

Y aquí me veo en este ciclo sin fin de fagocitación. Escribir, estocada de espada, aniquilación. Una mano invisible arranca la hoja de la máquina de escribir, y grita, ¡NO! ¡otra vez! y regresamos. Escribir, estocada de espada, aniquilación. Una mano invisible arranca la hoja de la máquina de escribir y grita, ¡NO! ¡otra vez! y regresamos. Escribir, estocada de espada, aniquilación. Una mano invisible arranca la hoja de la máquina de escribir y grita, ¡NO! ¡otra vez! y regresamos.

Hoy, décadas después de aquel fatídico día en que decidí tomarme en serio, estoy decidida a involucionar. 
Declaro que ya no quiero ser escritora, no valgo para eso, me basta con escribir sin esperar nada de mí misma, ni de nadie.