No dejo de pensar en el guiri de la estación. Rubio, con gafas, cara de bondad personificada (se puede tener cara
sin llegar a serlo) y no dejaba de mirarnos.
Quizá lo que me atraía de él era ponerme en su
lugar: extranjero en tierra extraña, sin conocimiento del idioma,
mochilón a la espalda, una decisión pendiente por tomar en los
próximos minutos.
Coincidimos en las consignas de la estación y en
la resignación al hallarlas completas, conscientes de golpe de que
no podríamos deshacernos de nuestros equipajes. No había nada libre
salvo las taquillas más pequeñas. Mientras yo me venía abajo
imaginando una jornada interminable en la estación matando el tiempo
con un libro y la maleta a los pies -cortada toda posibilidad de
recorrer la ciudad con ella-, él se sentaba de cuclillas y se
disponía a esperar pacientemente a que una de las consignas se
quedara libre.
Cada uno tomaba su decisión crítica frente a los
desafíos existentes.
Llevaba un monopatín adosado en uno de los
compartimentos de su mochilón gigante, junto con un saco de dormir y
otros bultos extraños en los que no pude fijarme sin parecer una
descarada. Lo cierto es que nuestras miradas se encontraban una y
otra vez, al fin y al cabo nos hallábamos en la misma situación:
atados a nuestro maldito equipaje con una jornada incierta por
delante. Yo envidiaba su voluntad y su perseverancia; solo, agachado,
de cuclillas, como un paciente animal dispuesto a esperar lo que
hiciera falta bajo el sofocante techado de plástico de la estación,
preparado y alerta para aprovechar la oportunidad cuando se
presentara ante él. Yo, en cambio, ya me había rendido de antemano,
ya había renunciado a esperar mi turno, ya había elegido malgastar
la interminable jornada encerrada voluntariamente en la estación,
encadenada a mi maleta roja con ruedas.
Por todo eso llegué a admirarle, deseé sentarme
a su lado, mirarle a los ojos y pedirle por favor que me contagiara
con su optimismo existencial y su fuerza de voluntad.
Estar solo en el mundo y no arredrarse frente a
las dificultades. Mantener la mirada limpia y curiosa. Esperar lo
mejor de todos los resultados posibles.
Una de mis compañeras de viaje decidió preguntar
en la ventanilla de información si no había más consignas en toda
la ciudad, más como reclamación o protesta -dábamos por hecho de
que no, por lo que nos había dicho anteriormente otro empleado- que
esperando el milagro. Sin embargo el milagro sucedió, y la empleada
de la ventanilla, pálida y con gafas, nos comunicó de la existencia
de unas consignas internas donde poder dejar las maletas bajo
supervisión por un módico precio.
El extranjero solitario no deja de mirarnos, al
fin y al cabo somos como náufragos de un mismo barco hundido y
esperamos juntos, en la misma isla, la posibilidad del rescate.
Observa cómo nos adentramos en una puerta que se
cierra tras de mí, y cómo, al volver a salir, ya no cargamos con
nuestras maletas. Instintivamente me acerco a él, él
instintivamente se levanta y se acerca a mí. Le digo que el barco ha
venido a rescatarnos, que estamos salvados. Él de pie ante mí
suelta un chorro de palabras en otro idioma, no nos entendemos y sin
embargo lo hacemos.
-Speak english?
-A little...
Aún así nos sonreímos, después de varios
intentos frustrados de comunicación. Yo toco el timbre de la puerta
misteriosa por él y espero a que se adentre y desaparezca de mi
vida con la misma rapidez con la que ha aparecido.
Su monopatín y su saco de dormir me hacen
fantasear con estupideces, pasar la tarde aprendiendo a rodar,
comunicarnos por medio del lenguaje no verbal, dormir a la
intemperie.
No quiero marcharme pero es justo lo que hago. Es
lo que hago siempre, aunque por dentro no deje de girarme, darme la
vuelta, esperarle tras la puerta, hacer lo que deseo en vez de dejar
que las cosas sucedan sin mí. Y que salga bien.
En mi mente le pregunto “whats your name?”
cuando hace tiempo que he dejado la estación. En mi mente me
detengo, deshago mis pasos y vuelvo corriendo a la estación. No sé
qué voy a decirle pero de algún modo sé que él lo entenderá.
Sin embargo cuando vuelvo él ya no está, no hay
nadie bajo el techado de plástico, nadie esperando a que me
arrepintiera, nadie que me conozca de anteriores vidas sabiendo que,
con tiempo suficiente, volvería. En mi mente sólo me esperaba la
desolación de un paisaje vacío y el trasiego de viajeros que vienen
y van. La sensación de haber rozado algo mágico que se ha esfumado
por no creer en ello con la fuerza suficiente.
Regresé a mi vida y nunca nos volvimos a encontrar.
Le llamé “el Chico de la Estación” y desde entonces sueño con
él cada vez que debo tomar una decisión que exige de mí algo más
que cordura. Me imagino, como la canción: un animal agazapado y vigilante. Armándome de paciencia, sentándome en cuclillas, lista para reclamar mi oportunidad.
Todavía le pido por favor que me contagie con su
optimismo existencial y su fuerza de voluntad. Con su capacidad para
estar solo en el mundo sin arredrarse ante las dificultades. Con su
mirada limpia y curiosa y su capacidad de esperar lo mejor de todos
los resultados posibles.
No sé si me escucha pero si lo hiciera... sólo quería decirte:
“hola, ¿cómo te llamas?”
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