"(...)tengo la tentación de creer que lo que llamamos
instituciones necesarias no son a menudo sino instituciones a las que
nos hemos acostumbrado, y que en materia de constitución social, el
campo de lo posible es tan vasto que los hombres que viven en cada
sociedad ni se lo imaginan."
lunes, 7 de octubre de 2013
lunes, 16 de septiembre de 2013
¿Y si todo fuera un sueño?
Los sueños siempre me han obsesionado. Conozco gente que no sueña, o que lo hace, pero en sus sueños jamás corren peligro. Yo, en cambio, soy de sueños truculentos, violentos y extremos. También tengo sueños seudo-místicos con participación divina o demoníaca; artísticos, con paisajes o visiones de una belleza sobrecogedora; enigmáticos, con mensajes o conversaciones con una clave encubierta que puedo pasarme días intenando descifrar.
Los que más suelo recordar son los sádicos en los que corro el riesgo de palmarla, o en general, aquellos en los que soy testigo de accidentes, torturas, y cosas por el estilo. Total, que me pregunto cómo debe ser no soñar, o soñar cosas tipo: darse cuenta que llevas el pijama o que estás desnudo en medio de la calle...
En mis sueños yo he escapado de Satán, me ha salpicado la sangre en la cara, he visto piernas cortadas y he muerto en alguna que otra ocasión. Sep. Esa es mi mente, retorcida, oscura, jugándose el tipo (o la cordura) una vez a la semana, por lo menos.
Me siento como si hubiera estado en varios frentes de guerra, como si hubiera visto demasiadas cosas. Y lo peor (o lo mejor, según se mire) es que nunca ha pasado, salvo dentro de mi cabeza.
jueves, 12 de septiembre de 2013
Historias antiguas y modernas
Mi profesor de Historia Antigua era feo. Bajito, calvo como el culo de un bebé, varios tics faciales, un tono de voz raro, gutural. Pero era muy listo. Aún puedo verle sentado en la mesa, leyéndonos pasajes de Hesíodo, "los trabajos y los días". Luego, con su cerebro superdotado, exprimía los textos y se hacía un zumo. Era capaz de extraer conclusiones fascinantes sobre costumbres agrarias, sociales, judiciales, religiosas (y hasta de qué color se teñían el pelo) de un minúsculo trozo de poema escrito en el 700 a.C. Yo me quedaba perpleja. Incluso intenté emularlo leyendo por mi cuenta, pero no funcionó. No tengo el cerebro de Sherlock Holmes.
Resulta que mi profesor era (es) catedrático de Historia Antigua. A los 23 ya investigaba para el Instituto Arqueológico Alemán, hablaba no se cuantos idiomas y era una eminencia en los orígenes de Roma y sus reyes míticos.
Todo esto lo averigué una tarde de esas en que te dedicas a googlear (porque una no tiene el cerebro de Sherlock, pero es bastante cotilla). Por entonces yo tenía 23 años y recuerdo que me deprimí mucho. Mientras yo malgastaba mis tardes googleando, a mi edad él estaba sentado en alguna biblioteca de Roma, becado por el instituto arqueológico alemán, escribiendo libros. En ese momento de lucidez me dije a mí misma: "nunca llegarás a nada". Ahora, con el tres delante del dos, lo que me hace verdadera gracia es haber soñado alguna vez que llegaría a algo.
Cómo me acuerdo de mi profesor mientras desayuno en un trabajo que no tiene nada que ver con los romanos, ni los griegos, ni la historia antigua, ni las bibliotecas, ni los procesos de investigación, ni nada que se le parezca...
¡Hasta casi me parece guapo! (el profesor, digo)
Cómo me acuerdo de mi profesor mientras desayuno en un trabajo que no tiene nada que ver con los romanos, ni los griegos, ni la historia antigua, ni las bibliotecas, ni los procesos de investigación, ni nada que se le parezca...
¡Hasta casi me parece guapo! (el profesor, digo)
martes, 10 de septiembre de 2013
Mi Yo Diabólico
En mi último sueño mi Yo Diabólico o Sombra se vengaba de un grupo de mineros altos, rubios y guapos que me habían gastado una broma tonta: hacerme creer que la oscura galería en la que nos hallábamos iba a saltar por los aires con una carga de dinamita. Mi Yo Diabólico o Sombra (que era exactamente igual que yo, pero con muy mala leche y poco sentido del humor) me obliga a contemplar cómo manipula la bomba para hacerla funcionar de verdad. Yo tiemblo de horror, en plan, "¿pero qué haces, qué vas a hacer?" pero me veo incapaz de detenerla. Me saca de la montaña y con una voz de trueno les dice a los mineros altos, rubios y guapos, atrapados en las profundidades, algo así como: "preparaos para morir" y acto seguido la montaña se hace pedazos con gran estruendo. Y con ellos dentro.
Yo miro a mi Yo Diabólico sin poder creerlo, incapaz de entender cómo podía ser tan inflexible, tan dura, tan terriblemente cruel.
Si los sueños son una ventana al alma, yo empiezo a tener un problema, ¿no?
domingo, 8 de septiembre de 2013
Mi vida onírica mola, a veces
En mi sueño tengo que atravesar un río grande y profundo de color cieno, verdoso, pantanoso. Parece un río del Vietnam y yo el capitan Willard, zambulléndome, con el agua hasta el cuello, con el ceño fruncido y rezongando.
-No me gusta este río. Es oscuro. No puedo ver nada de lo que me rodea.
Y aún así nado hasta llegar a las catacumbas, o quizá mejor, a unas cloacas de los bajos fondos de una ciudad olvidada. Allí entre paredes y suelos de cemento desnudo hay una pandilla de mafiosos orientales esperándome, vestidos de negro, con cara de malas pulgas. Al fondo, mi pelota de tenis amarilla que, por lo visto, es lo que ando buscando desde hace mucho tiempo. Pero no parece una pelota de tenis normal, era de un amarillo fluorescente, brillante, como si Homer Simpson la hubiera contaminado con plutonio radiactivo y refulgiera en la penumbra de las cloacas con una intensidad diabólica. Yo sabía que el jefe de ojos rasgados no me lo iba a poner fácil.
-Quiero que me des mi pelota -le digo.
El jefe me mira burlón, y su pandilla espera. Tienen un aire a lo Michael Jackson en "Bad", John Travolta en "Grease" y Patrick Swyze en "Rebeldes". O sea, una mezcla de pandilleros románticos, encanijados, engominados, con los bajos de los pantalones demasiado cortos.
(No cuestiono los iconos de mi subcosciente).
La cosa es que el jefe me dice:
-No voy a dártela.
Y yo le contesto:
-Entonces voy a tener que pegarte.
A lo que él responde mirándome de arriba a abajo y riéndose a carcajadas. Lejos de amedrentarme, y aún sabiéndome completamente inexperta en las artes de la lucha, nos ponemos frente a frente listos para molernos a palos. Lanzo mi primer gancho sólo para descubrir que esto es más complicado de lo que yo esperaba, mi brazo atraviesa el aire demasiado despacio, mis movimientos son torpes e inconexos, el jefe mafioso se regodea de anticipación y se sonríe achicando los ojos.
Ese es su final. Me lo dice el sueño. Nunca debió confiarse tanto. Al segundo, de esa manera en que solo ocurre en los sueños, de pronto tengo el mayor poderío de super guerrera que nadie pueda imaginar y le estoy dando la paliza de su vida. Él no puede ni replicar. Me mira con los ojos desencajados, no tanto por los golpes sino como gritando: ¡TU! ¿pero como es posible? ¡si sólo eres un monigote! pues este monigote lo deja k.o, tumbado en el suelo, moribundo, mientras le mira de hito en hito.
-No deberías haberme subestimado -le digo-. El exceso de confianza ha sido tu perdición.
Y así me voy con mi frase Jedai de la semana, sin recoger si quiera mi pelota radiactiva por la que he arriesgado mi pellejo, sin cosechar placer alguno por mi victoria, más bien sintiéndome como una maestra que acaba de dar una lección kármica a un alumno demasiado impetuoso y confiado.
¿Cuándo voy a tener la oportunidad en la vida real de pegarle una paliza a un mafioso chino delante de una pandilla de horteras (aunque encantadores y anacrónicos) pandilleros y regalarles a todos las perlas de mi sabiduría? pues eso, nunca. Menos mal que sueño, y a través de los sueños, vivo.
viernes, 23 de agosto de 2013
El LIBRO (así, en mayúsculas)
Siempre he soñado con publicar "mi libro", ése que lleva escribiéndose, borrándose, reescribiéndose y editándose desde los dieciséis, como una mitología griega que se reproduce constantemente en algún universo paralelo de mi mente. No importa, me digo, todavía hay tiempo. Quizá si algún día rompo aguas y nace el fruto de mi mente me pille con el pelo totalmente gris, patas de gallo y gafas con cadenita dorada colgando de mi pecho, para que no se me pierdan. Entonces alguien me preguntará:
-¿No le parece extraño escribir a su edad una historia sobre un joven de dieciseis años?
-Qué va, yo nunca he crecido más allá de los dieciséis; en realidad, a pesar de mi edad, sigo en ellos -contestaré con una sonrisa de vieja picarona.
viernes, 16 de agosto de 2013
El chico de la estación
No dejo de pensar en el guiri de la estación. Rubio, con gafas, cara de bondad personificada (se puede tener cara
sin llegar a serlo) y no dejaba de mirarnos.
Quizá lo que me atraía de él era ponerme en su
lugar: extranjero en tierra extraña, sin conocimiento del idioma,
mochilón a la espalda, una decisión pendiente por tomar en los
próximos minutos.
Coincidimos en las consignas de la estación y en
la resignación al hallarlas completas, conscientes de golpe de que
no podríamos deshacernos de nuestros equipajes. No había nada libre
salvo las taquillas más pequeñas. Mientras yo me venía abajo
imaginando una jornada interminable en la estación matando el tiempo
con un libro y la maleta a los pies -cortada toda posibilidad de
recorrer la ciudad con ella-, él se sentaba de cuclillas y se
disponía a esperar pacientemente a que una de las consignas se
quedara libre.
Cada uno tomaba su decisión crítica frente a los
desafíos existentes.
Llevaba un monopatín adosado en uno de los
compartimentos de su mochilón gigante, junto con un saco de dormir y
otros bultos extraños en los que no pude fijarme sin parecer una
descarada. Lo cierto es que nuestras miradas se encontraban una y
otra vez, al fin y al cabo nos hallábamos en la misma situación:
atados a nuestro maldito equipaje con una jornada incierta por
delante. Yo envidiaba su voluntad y su perseverancia; solo, agachado,
de cuclillas, como un paciente animal dispuesto a esperar lo que
hiciera falta bajo el sofocante techado de plástico de la estación,
preparado y alerta para aprovechar la oportunidad cuando se
presentara ante él. Yo, en cambio, ya me había rendido de antemano,
ya había renunciado a esperar mi turno, ya había elegido malgastar
la interminable jornada encerrada voluntariamente en la estación,
encadenada a mi maleta roja con ruedas.
Por todo eso llegué a admirarle, deseé sentarme
a su lado, mirarle a los ojos y pedirle por favor que me contagiara
con su optimismo existencial y su fuerza de voluntad.
Estar solo en el mundo y no arredrarse frente a
las dificultades. Mantener la mirada limpia y curiosa. Esperar lo
mejor de todos los resultados posibles.
Una de mis compañeras de viaje decidió preguntar
en la ventanilla de información si no había más consignas en toda
la ciudad, más como reclamación o protesta -dábamos por hecho de
que no, por lo que nos había dicho anteriormente otro empleado- que
esperando el milagro. Sin embargo el milagro sucedió, y la empleada
de la ventanilla, pálida y con gafas, nos comunicó de la existencia
de unas consignas internas donde poder dejar las maletas bajo
supervisión por un módico precio.
El extranjero solitario no deja de mirarnos, al
fin y al cabo somos como náufragos de un mismo barco hundido y
esperamos juntos, en la misma isla, la posibilidad del rescate.
Observa cómo nos adentramos en una puerta que se
cierra tras de mí, y cómo, al volver a salir, ya no cargamos con
nuestras maletas. Instintivamente me acerco a él, él
instintivamente se levanta y se acerca a mí. Le digo que el barco ha
venido a rescatarnos, que estamos salvados. Él de pie ante mí
suelta un chorro de palabras en otro idioma, no nos entendemos y sin
embargo lo hacemos.
-Speak english?
-A little...
Aún así nos sonreímos, después de varios
intentos frustrados de comunicación. Yo toco el timbre de la puerta
misteriosa por él y espero a que se adentre y desaparezca de mi
vida con la misma rapidez con la que ha aparecido.
Su monopatín y su saco de dormir me hacen
fantasear con estupideces, pasar la tarde aprendiendo a rodar,
comunicarnos por medio del lenguaje no verbal, dormir a la
intemperie.
No quiero marcharme pero es justo lo que hago. Es
lo que hago siempre, aunque por dentro no deje de girarme, darme la
vuelta, esperarle tras la puerta, hacer lo que deseo en vez de dejar
que las cosas sucedan sin mí. Y que salga bien.
En mi mente le pregunto “whats your name?”
cuando hace tiempo que he dejado la estación. En mi mente me
detengo, deshago mis pasos y vuelvo corriendo a la estación. No sé
qué voy a decirle pero de algún modo sé que él lo entenderá.
Sin embargo cuando vuelvo él ya no está, no hay
nadie bajo el techado de plástico, nadie esperando a que me
arrepintiera, nadie que me conozca de anteriores vidas sabiendo que,
con tiempo suficiente, volvería. En mi mente sólo me esperaba la
desolación de un paisaje vacío y el trasiego de viajeros que vienen
y van. La sensación de haber rozado algo mágico que se ha esfumado
por no creer en ello con la fuerza suficiente.
Regresé a mi vida y nunca nos volvimos a encontrar.
Le llamé “el Chico de la Estación” y desde entonces sueño con
él cada vez que debo tomar una decisión que exige de mí algo más
que cordura. Me imagino, como la canción: un animal agazapado y vigilante. Armándome de paciencia, sentándome en cuclillas, lista para reclamar mi oportunidad.
Todavía le pido por favor que me contagie con su
optimismo existencial y su fuerza de voluntad. Con su capacidad para
estar solo en el mundo sin arredrarse ante las dificultades. Con su
mirada limpia y curiosa y su capacidad de esperar lo mejor de todos
los resultados posibles.
No sé si me escucha pero si lo hiciera... sólo quería decirte:
“hola, ¿cómo te llamas?”
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martes, 26 de marzo de 2013
domingo, 10 de marzo de 2013
ojos que son un guión, boca que es un guion bajo
-¿A ver?
Enseño la acuarela. Espero el juicio crítico.
Tarda un rato.
Un largo rato de silencio.
Silencio roto por:
-Es fea. ¿Por qué le has pintado esos pelos?
Arranco la lámina de sus manos. La lámina que he tardado horas en terminar. No es que sea digna de aplauso, hay muchas cosas mejorables, es una mierda comparado con el original, completamente de acuerdo. Pero tampoco hace falta restregarme en la cara que he malgastado una tarde de mi vida.
-No son pelos. Es.un.sombrero.
Definitivamente he malgastado una tarde de mi vida.
-_-
martes, 19 de febrero de 2013
El doctor de mirada inquietante
...Desempolvando viejos libros de mis padres, de cuando yo todavía no había nacido -es decir, de hace muuuuucho tiempo-. Unos libros marrones de hojas amarillas y acartonadas que huelen a viejo (y me encantan), con un diseño muy retro porque... bueno, es que eran de aquellos tiempos:
"Sin prevención alguna hablé ante la Sociedad de Neurología de Viena, y luego bajo la presidencia de Krafft-Ebbing, esperando verme compensado, por el interés y el reconocimiento de mis colegas, de las pérdidas materiales a que me había expuesto voluntariamente. Me ocupé de mis descubrimientos como de aportes corrientes a la ciencia y confiaba encontrar igual espíritu en los demás. Pero el silencio con que fueron recibidas mis experiencias, el vacío que se iba formando respecto a mi persona y las insinuaciones que poco a poco fueron llegando hasta mí, me hicieron comprender que no se puede esperar que la exposición de los puntos de vista acerca del papel que desempeña la sexualidad en la etiología de las neurosis encuentre la misma acogida que otras comunicaciones. Comprendí que desde ese momento yo formaba parte de aquellos que han perturbado el sueño de la humanidad, como dice Hebbel, y que no podría esperar ni objetividad ni tolerancia" (Freud, tras cargarse la moral de su época y poner nombre al inconsciente)Años más tarde, convertido ya en un reputado miembro de la sociedad:
Freud encontró en Viena dos colaboradores inesperados: el abogado doctor Indra y un nazi de pura cepa, convencido antisemita, el comisario y supervisor doctor Sauerwald. Entre los dos iban a hacer todo lo necesario en cuanto a prerrequisitos legales y policiales, para conseguir salvoconductos y permisos de partida. La labor de Sauerwald -alumno en la universidad de un amigo judío de Freud, el profesor Herzig- en este sentido fue encomiable, al poner en peligro incluso su propia seguridad. Si embargo, la actitud de aquel nazi no pudo evitar que sus correligionarios exigieran a la familia Freud elevadas sumas de dinero como ¡impuestos!, les chantajearan y, minuciosa y escrupulosamente, confiscaran e incineraran la biblioteca y las colecciones almacenadas en la sede vienesa de la Asociación y en la Editorial.Durante ese tiempo, la opinión pública internacional no fue insensible a la suerte que Freud y los suyos podían correr en manos del nazismo. (...) Iba a ser el embajador alemán en Francia, el Conde von Welczeck, el que plantearía el tema de forma concluyente a las autoridades alemanas: era esencial tratar bien a una personalidad de la talla de Freud para evitar el escándalo.Al punto, Freud fue invitado a firmar un documento que rezaba así: "Yo, profesor Freud, confirmo por la presente que después del Anschluss de Austria al Reich de Alemania, he sido tratado por las autoridades germanas, y particularmente por la Gestapo, con todo el respeto y consideración debidos a mi reputación científica; que he podido vivir y trabajar en completa libertad, así como proseguir mis actividades en todas las formas que deseara; que recibí pleno apoyo de todos los que tuvieron intervención en este respecto, y que no tengo el más mínimo motivo de queja".Tras rubricar sin ningún escrúpulo aquella payasada, Freud preguntó a sus hieráticos interlocutores, con su inmarchitable ironía, si podía añadir esta posdata:-De todo corazón puedo recomendar la Gestapo a cualquiera.
(Ignacio Guzmán Sanguinetti, Sigmund Freud. Los Revolucionarios del siglo XX).
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