jueves, 12 de agosto de 2010

Nada de esto pasaría si estuviera en las islas de Pascua

Me he levantado baldada como si fuera una vieja de mil años a la que el cuerpo le empieza a renquear. Es jodido darse cuenta de que hay un límite que no se puede sobrepasar, y aunque una quiere ser una androide ajena al dolor, pues es humana, de carne y hueso, se mira al espejo y está llena de moratones, de arañazos, y de dolores de espalda y de cabeza. Normalmente ni le presto atención a esas cosas, pero cuando te levantas un día sintiéndote agotada, es como si te llegara el agotamiento de los mil días anteriores que has estado ignorando. El trabajo es una obligación necesaria pero en estos días en que hay que invertir el doble o el triple de tu energía más puramente física, acarreando bultos, sudando, dándolo todo en la puñetera zanja sin ver nunca resultados positivos sino más mierda rodeándote y más exigencias y estupideces llegando de los pisos de arriba, donde esas grandes mentes pensantes se hallan cómodamente sentadas en sus cómodas sillas, con su aire acondicionado y sus planes de acción escritos sobre el papel, te dan ganas de prenderle fuego a toda la basura y reivindicar tu derecho a... ¿a qué? pues no se. ¿A trabajar dignamente? ¿a que te dejen en paz? ¿a que no tengas que partirte la espalda y la cara, tú y tus compañeros, todos los días, por un puñetero objetivo numérico sacado del bolsillo de Dios sabe quién? que le den a los objetivos, a las cifras y a la Bolsa.
Para colmo mis sueños de emancipación tan bonitos y fantasiosos se han ido al carajo porque no hay contrato indefinido para mi hermana, y estamos aquí yo y mi jornada de 9 horas, mirándonos con cara de póquer. Lo plantearé por el lado positivo: al menos ahora tengo claro qué es lo que no quiero, y es dedicarle 9 horas diarias de mi vida al zulo, un zulo ingrato que me dejará de recuerdo una bonita chepa y varias vértebras de titanio.

¡Ay, Septiembre, como te echo de menos!

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